Una noche tibia con el viento en la nuca, con una sensación de panza vacía y un olor a humo en la espalda. Por dónde caminaba, no lo sé. Pero estoy segura que iba. ¿Adónde? Ni idea. Pero realmente eso no importa. En mi mano había otra mano que la sujetaba con fuerza, pero con ternura. En mi cabeza una sensación de tumulto, pero la calle estaba vacía… bueno, excepto por nosotros. (Aunque sólo puedo reconocerme a mí). Mis cuencas están vacías y mis caderas tan verdes. Sé que pretenderás que te acompañe, pero hoy no tengo ganas. Dos semanas y algunos días con la ansiedad a flor de piel –sin intención de disimular–, pero te digo que hoy no. Mejor nos volvemos, a este camino ya le conozco el final… y nos veo allá pero con otras caras, al menos la tuya es otra. Yo siempre sigo igual, qué querés que te diga. Avanzar para mí es redundante. Mi camino no es más que una rotonda, como el tiempo para Borges. Tal vez ya estuve acá y vos estabas también, pero ese vos es tan vacío. ¿Con cuántas caras lo habré llenado ya? Según este papel deben ser más de 50, ¡Cómo pasa el tiempo! Al final le voy a dar la razón a Saussure, esquemas vacíos de contenido con esa hermosa versatilidad que les permite adoptar diversos significados… obviamente con el previo acuerdo de las partes. ¿Serás mi contraparte? ¿O sólo otra de las mías proyectada?


Estaba fumando sentada pero todo estaba demasiado oscuro como para entendernos. Una complicación que deambula en mis insomnios de las tres de la tarde. ¿Cómo matar un cerebro a la hora de la siesta? A veces me siento un animal, puro instinto. Y es que tu burbuja subió demasiado alto y yo soy tan mundana que me pierdo entre las carnes. Tengo sabor a carne cruda en la boca, será un trofeo ajeno tal vez. Injustificable satisfacción que acarrea esta angustia. “¡Qué alegría poder ser triste hoy!”, jamás me representó tan bien esa frase. Ya tendré tiempo para recomponer los pedazos de este espejo. Todavía me reflejo en los cortes opacos esparcidos por el piso.

Era una de esas horas intangibles de la madrugada, en que los sonidos diminutos se metamorfosean en ecos de soledades compartidas. Yo seguía con mi insomnio repentino y arbitrario de los jueves, frente al blanco resplandor intermitente del monitor. Estaba buscando lo que no podía encontrar deshaciéndome en fútiles comentarios inteligentes, para otros tan estúpidamente intelectuales como yo. Pero yo no soy ella. Ella está del otro lado, en un lado que quizás sea diferente al mío pero que seguramente es igual. Discutíamos sobre política y demáses sin poder llegar a un acuerdo. Ella siempre me sale con sus utópicas ideas revolucionarias burguesas y yo que le hablo de la praxis misma de lo posible. Pero ojo que yo no soy yo, soy nosotros. Un nosotros que aparenta homogeneidad ideológica.

Ahí estaba, en esas horas de insoportable lucidez parafraseando autores caducos y perennes, filosofías baratas y zapatos de goma como dice una canción bastante popular. Estaba en ese estado metafísico en que el cuerpo se separa de la conciencia. Una enajenación digna de Marx y de Engels. “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” pensé y me reí de nosotros mismos, porque ya dije que yo era nosotros. Y digo nosotros porque nos caben muchos nombres, alter egos diseminados dentro de un mismo cuerpo. Y después me vienen con eso de que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo espacio, tal vez no dos cuerpos… pero sí infinidades de Egos.

Ya no sé a lo que iba. Ah, ahora puedo recordarlo nítidamente. Estaba frente al resplandor intermitente del monitor discutiendo banalidades con Ella en ese otro lugar hipotético. Y me imaginaba como sería su voz, su rostro, sus expresiones de furia ante mis contestaciones ensayadas en mi cabeza. Pero tal vez Ella no estaba enfurecida, solo escribía mecánicamente frente al resplandor de otro monitor. Perdón, me estoy perdiendo otra vez entre los laberintos de mis pensamientos, escapando por una de mis tangentes.

Lo que quiero contar creo que ya no tiene demasiada importancia, pero Ella lo va a entender. Yo le dije que quería, qué quería. Argumenté mis oraciones con palabras dignas de un sofista. Y Ella sin más vueltas ni firuletes me lo dijo “a la cara”: No, yo necesito identidades. ¿Cómo explicarle de nosotros, de los muchos yo que involucran esas identidades? ¿Cómo hacerle comprender que las identidades que busca ni yo las conozco? Argumenté nuevamente con una retórica irrefutable, pero Ella se mantuvo firme. Identidades, condición sine qua non.

Las frustraciones pueden ser dulces a esas horas esotéricas de la madrugada, descubrí gracias a Ella. Ella que tampoco tiene cara, ni cuerpo, ni nombre y me pide identidades. Gracias a Ella.